Comentario
Dada la unánime creencia en la inmortalidad del alma y la vida eterna, para los cristianos lo mejor sin duda consiste en ponerse a bien con el Creador, y de hecho, en época medieval, una de las condiciones imprescindibles para ser admitido en los hospitales era precisamente la confesión. En cualquier caso, todos sabían que ante una grave enfermedad debían acudir a la parroquia para que rápidamente se enviase un sacerdote. En procesión solemne, precedido de una cruz, linternas y campanillero, el cura llevaba el viático al enfermo, administrándole la absolución y la eucaristía. La contemplación del cortejo, que evidenciaba el encomiable deseo de un fiel de morir cristianamente, era no sólo un ejemplo a seguir, sino también un recordatorio de la vanidad humana, a lo que todos asentían arrodillándose ante la presencia de la eucaristía.
Respecto a la liturgia de la muerte, alcanzó también en el Pleno Medievo una clara maduración, paralela a la referente a la teología del más allá.
Tras el fallecimiento, el cadáver era revestido con una mortaja por la familia, encargada también del velatorio, o bien por una comunidad religiosa, en el caso de que el fallecido así lo hubiera dispuesto en su testamento. Al día siguiente tenía lugar el entierro, precedido de una misa y del funeral. En el caso de los más acomodados, o de que el difunto formase parte de una cofradía, el funeral suponía un enorme gasto, ya que incluía un pomposo cortejo con luminarias y la procesión de pobres y plañideras contratados pare la ocasión. El entierro para estos afortunados tenía lugar en el cementerio parroquial y conllevaba a menudo la sepultura perpetua, aunque la mayoría eran inhumados en vastos cementerios comunes -como los de las ciudades-, simples descampados donde solían realizarse toda clase de actividades profanas (mercado, juegos, etc.).
Desde tiempos inmemoriales la Iglesia había propiciado la oración por todos aquellos difuntos que, no habiendo alcanzado la total expiación de sus faltas, se enfrentaban así a un más que incierto futuro. A partir del siglo XI se generalizó asimismo la absolución solemne de los fallecidos. Ambos rituales implicaban la creencia en una posibilidad suplementaria de perdón, y por lo mismo de salvación, que sin embargo no tenía una clara apoyatura en el texto bíblico.
Este vacío sirvió de acicate a numerosos teólogos, que se preocuparon crecientemente por ese lugar intermedio ("locus poenalis", según Pedro Damián) a donde iban a parar las almas de quienes, sin estar condenados por haber recibido la absolución al morir, tampoco habían alcanzado aún la salvación. Surgió así, a lo largo del siglo XII, una elaborada teoría del purgatorio que no era sino el resultado de la aquilatación coetánea de la teología penitencial, y en suma de una percepción cada vez más individualizada del destino del alma.
La obsesión por lograr a toda costa la salvación, expresada en la creencia en el purgatorio y en la práctica de las indulgencias, sirvió también de fundamento a numerosos ritos pertenecientes a la liturgia de difuntos. Así, según avanza el siglo XIII, son cada vez más frecuentes las llamadas donaciones, mandas testamentarias destinadas a promover la celebración periódica de misas de aniversario.